Carlos Bellisio trabaja en el Instituto Antártico Argentino y está por realizar su última campaña en el Continente Blanco. «Es como ir a otro planeta», asegura.
Carlos Enrique Bellisio se define como “un tipo de ciudad”. A sus 65 años, este vecino de Saavedra, separado y padre de una hija de 30, disfruta de los asados, de Buenos Aires y de ir tres o cuatro veces por semana a escuchar blues. Pero una vez por año y por un par de meses, el “Mono” Bellisio se va de la ciudad. Bien lejos, a la Antártida. Y lo hizo varias veces: en estos días está iniciando su campaña antártica número 40. Se convertirá así en uno de los argentinos (y de los humanos en general) que más veces viajó al Continente Blanco.
Carlos es técnico superior del Conicet y trabaja para el Instituto Antártico Argentino. Su tarea es asistir a los científicos que van a la Antártida a llevar adelante sus investigaciones, en especial a los ictiólogos que estudian la vida marina en el sur del mundo. Durante el año trabaja en el laboratorio que el Instituto tiene en el Museo de Ciencias Naturales, en Parque Centenario. Cuando llega el verano, viaja para las campañas antárticas.
Subirse a un bote y navegar sobre el agua helada para recoger un trasmayo, pasando por al lado de témpanos y pingüinos, es para Bellisio parte de su rutina. De alguna manera, heredada. “Nací el 25 de mayo de 1957 en Río Tercero, Córdoba. Pero de muy chiquito nos vinimos a Buenos Aires, porque mi padre, que era biólogo marino, empezó a trabajar para Hidrografía Naval. Él fue a la Antártida unas 15 veces, hasta el 75 aproximadamente”.
Cuando el padre regresaba y trabajaba en el laboratorio, Carlos lo acompañaba. “Mi padre me enseñó a pesar y medir los peces, me mostraba los cajones con muestras que traía desde allá. Me hablaba mucho de la Antártida, pero a mí me parecía otro mundo, imposible de alcanzar”, cuenta.
Hasta que se abrió una puerta. A los 18 años, y como muchos jóvenes, el Mono quería trabajar para tener su propia plata. Entonces, su padre lo presentó en el Instituto Antártico, donde lo tomaron como asistente.
A los 19 años viajó por primera vez al Continente Blanco. “Nos embarcamos en el ARA Bahía Aguirre, y tardamos 26 días en llegar a la base Almirante Brown, porque antes el barco iba descargando provisiones en otras bases. Al llegar, desembarcamos en lanchas tipo LPV, como las de la Segunda Guerra Mundial, en las que se abría una puerta adelante y bajabas. Tuvimos que descargar la comida, el combustible, todo. Estuve en Brown tres meses”, recuerda.
En esa primera experiencia hizo de todo. “Trabajaba con científicos que estudiaban peces, plancton, cormoranes (un ave típica). Hacía de todo un poco, era un comodín”, explica. Con el tiempo y el correr de las campañas, se fue dedicando casi exclusivamente a asistir a los ictiólogos.
Y desde entonces también se fue acostumbrando al paisaje blanco, al silencio y a la sensación de estar fuera del planeta. Y a cuestiones que aquí son cotidianas y allá cambian, como no tener que meter la mano en el bolsillo para sacar plata, porque en la Antártida no hay nada que comprar.
“La gente me pregunta si no me aburrí de ir tantas veces. Pero es una aventura. La soledad, estar aislado del mundo. Hay gente que llega y a los pocos días ya se quiere volver, camina por las paredes. A mí no me pasa, me encanta. Estoy por jubilarme y me cuesta un horror”, comenta.
A lo largo de estas cuatro décadas, las condiciones para los científicos, técnicos y militares que cada año van a trabajar a la Antártida fueron mejorando. Pero en aquellos momentos, el riesgo era mayor. “Tenías que estar bien física y mentalmente. Hoy también, pero antes era más peligroso. Era todo más prehistórico…salíamos de la base con un equipo amarillo, de esos que hoy usan los motoqueros. Si te caías al agua, a los 5 minutos te morías congelado”, cuenta.
El Mono pudo ver cientos de animales: ballenas, elefantes marinos, pingüinos, focas y orcas. A algunos, los vio demasiado cerca: “Una vez éramos cuatro en el bote, estábamos pescando, y uno me dice ‘¿qué eso que está ahí al lado?’ Me di vuelta y vi una aleta sobresaliendo del agua, era una orca de unos 8 metros de largo. Tiramos todo al agua y aceleramos a fondo el motor del bote, hasta que llegamos a un islote y bajamos corriendo. La orca nos persiguió y se quedó como media hora dando vueltas hasta que se fue. Ves un bicho así y te agarra terror”, cuenta entre risas.
La Antártida es hermosa pero puede estar llena de trampas. “En el 82, estaba en la base Carlini y fui a sacarle fotos a unas algas que estaban en la costa. De pronto, de entre las algas apareció un lobo marino, que se me puso a dos metros. ‘Qué lindo, le saco fotos’ pensé…Pero el lobo me empezó a saltar cada vez más cerca. Caminé despacio para atrás, y el lobo me seguía. Me di vuelta y empecé a correr, patinando con las botas de goma y con el lobo marino en los talones”…
Pero la situación más peligrosa no fue ninguna de esas. De hecho, la peor no fue en la Antártida sino en un viaje de ida. “En 1983, salimos de Ushuaia en un barco y nos agarró un huracán en cruce del pasaje Drake. Estuvimos cuatro días con vientos de 180 km/h, con olas de 25 metros. Ahí sí pensé que nos moríamos”, recuerda aún con miedo.
Pese a todo, el Mono le recomienda a quien pueda que vaya a la Antártida. “Que ni lo duden, es como ir a otro planeta”, cierra, a poco de viajar a ese continente de paz y ciencia que pisará por vez 40.
Fuente: Clarín